Pablo Segreda Johanning, Antes éramos moviola, Colección Poesía, San José: Ediciones Perro Azul, 2016, 70 pp.
Tal y como contaran y sugirieran el autor, Gustavo Solórzano y Gustavo Chaves el día de la presentación de este primer poemario de Pablo Segreda en la recién finalizada Feria Internacional del Libro de nuestro país, la moviola es un equipo de edición de cine inventado en los años 20, lo cual sirve -afirmaron- como metáfora de este conjunto de poemas, como imágenes o recortes sobre amores perdidos u otras cosas.
El libro consta de 34 poemas, divididos en dos partes. Todos escritos en verso libre. Insistimos aquí en que no tenemos idea de por qué es tan común que los poemarios tengan estas divisiones que a todas luces no significan nada (aunque el prólogo de Clara Astiasarán –pp. 5-9– parece decir que sí). Si eliminamos esa división no pasaría absolutamente nada.
El primer poema anuncia un tono erótico a partir de la memoria de un encuentro: “Creo recordar siempre las costumbres que llevan a tu alcoba”, y nos ofrece también los primeros versos desafortunados: “Sabré llegar con mi maleta / preñada de anticipos” (p. 17). Los dos siguientes poemas se quedan en vaguedades y no es sino hasta el cuarto (“Hard-boiled”) que encontramos materiales mejor moldeados: “Sus ojos florecerán como racimo de pólvora / en una tiniebla dilatada / por cosechas rojas” (p. 22). En ese mismo texto, encontramos una nota al pie, un recurso paratextual poco común en nuestra poesía, llamativo, también, aunque no estamos seguros de que funcione del todo, sobre todo porque no vuelve a aparecer.
Más adelante encontramos algunos buenos hallazgos: “Reptil / como queriendo decir / [pétalo] / de dinosaurio” (p. 24). De igual manera, el tema amoroso alcanza uno de sus mejores puntos en un poema como “Tierras raras”: “Y así, / de repente / y sin temores, / fundar una ontología / de tu tacto, / para que el apego / no sea más / otra forma marginal del / magnetismo” (p. 26). Sin embargo, no pasa desapercibida la curiosa forma (por decirlo bonito) de encabalgar los versos (¿qué te sucede, verso libre?).
“Reikiavik, 1972” (p. 27) es un poema que empieza muy bien pero que luego pareciera convertirse en otra cosa, para terminar enredado y en un lugar común. “Otro tigre” es uno de los poemas que sobresale en el conjunto, más sugerente, más pulido: “Dos ojos que son fuga. / Dos ojos que son bestia. / Que son la anchura de otro imperio, / que no es Amir, / ni las tierras acosadas por el Índico” (p. 29). Pero luego viene “Octubre” (p. 31-32), poema de amor que intenta ser tierno pero deviene cursi, como la mala poesía sudamericana. Algo que asusta un poco en otros versos desafortunados como “mientras una lágrima, / oblonga y taciturna, / se suicida por mi mejilla” (p. 33). Pero de inmediato, en el poema que sigue, ese mal poeta sudamericano parece inyectarse de un Borges agresivo y suelta este dardo: “[y toda la tiniebla: / el arrabal de tus ojos]” (p. 34). O dosificarse de mejor forma más adelante en “Metales pesados” (p. 52).
Da la impresión de que conforme el hablante se aleja del tema amoroso, descubre variantes mucho más interesantes y logradas, como en el poema “Ladón diserta sobre la eternidad”: “¿Quién ha narrado mi cola, / arrastrando soles del cielo, / vomitando fuego y vino en los jardines?” (p. 35). Pero los poemas se van intercalando, y recaen en el pastiche de un amor adolescente e ingenuo en su estilo: “Hoy solo me queda / la improbable canción / para una película muda / y una triste entelequia / bajo tu falda” (p. 37). Gran valentía usar la palabra “entelequia” en un verso, pero un resultado forzado, desastroso. Igual que en “PiedraPapelTijera”, donde el verso “Quería ofrecerte una erección” (p. 41) de verdad nos sonrojó, igual que leer un título trespatinesco como “Sincericidio” (p. 56).
No falta tampoco una poética, bastante lograda: “La poesía dura casi siempre / lo que dura / un barco de papel” (p. 57), que de no ser por ese tetrasílabo del medio diríamos que fue medida y pensada. Asimismo, el libro va cerrando con otros tres poemas que sí destacan, como “Moviola”: “Lo sé. / Todos fuimos ese fragmento alguna vez. / El negativo de una foto / que no pudimos revelar” (p. 62).
En síntesis, consideramos que el libro es muy irregular (puntos altos y puntos bajos por igual), un chance perdido para un debut que –mejor tallereado– hubiera sido mucho más poderoso. Cuando se acerca al amor, el hablante se dirige a un receptor y el tono se asemeja a la poesía de Gelman o de Luis Chaves, a veces con aciertos, muchas veces no, igual que sucede en la poesía de estos dos autores. Lo más interesante del libro aparece cuando ese hablante se aleja del lirismo o del intimismo, y reflexiona sobre el mundo, el tiempo o la precariedad de la existencia. El poemario parece hecho a retazos, y sufre por esto, a pesar de que se supone que la metáfora de la moviola lo indica, igual que Mauricio Molina en la contraportada, quien afirma: “un rompecabezas cuyos pedazos no terminan de calzar”. No hay mejor manera de describir un texto al cual le faltó algo de mano dura para haber hecho lucir con más brillo aquello que estuvo en algún momento destinado a brillar.
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